Nuestro único satélite natural, nuestra compañera inseparable de viaje y, posiblemente, la razón por la que hoy estemos aquí.
Todos conocemos a este pálido cuerpo celeste que nos ilumina por las noches, pero allí nos conocen por lo mismo, aunque tengamos un tono más azulado. Si nos fijamos en ella podemos ver (os animamos a hacerlo a simple vista) que la Luna tiene dos zonas: una iluminada por el Sol y otra en sombra denominada como luz cenicienta que se distingue del resto del cielo nocturno. Pero ¿cómo es posible que veamos esa luz si está “en la sombra” del Sol? ¿Qué otras luces pueden estar iluminando esa zona oscura? Pues la respuesta somos nosotros mismos. Cuando miramos a esa zona oscura, estamos viendo la luz que se refleja en esa superficie, que viene del reflejo de la luz del Sol en la Tierra. Durante las noches, nos iluminamos generosamente el uno al otro.
Pero no solo nos enviamos luz, posiblemente la Luna nos dio también la vida. Su influencia en el planeta Tierra, desde su origen, ha sido trascendental. Entre otras cosas, se encargó de frenar la velocidad de rotación de la Tierra alargando los periodos de luz y de oscuridad, pudiendo así dar más tiempo de estabilidad de los procesos que originaron la vida.
Aunque hayamos dicho pálida, un buen telescopio es capaz de sacarle los colores a la luna, rica en azules provenientes del óxido de minerales de titanio y en marrones amarillentos provenientes del hierro.
Si os ha gustado esto, os aseguramos que no es ni el principio de lo que nos ofrece esta lejana roca espacial. Aunque todavía tiene muchos misterios por descubrir que, quién sabe, quizá algún día nos los podáis contar alguno de vosotros desde allí…